Fuentes |
Pedro
Castellanos
Luis A. Ortega
Cuando hoy abrimos un libro geográfico, a nadie maravilla que esté ilustrado con profusión de fotografías o con los mapas mas sofisticados. La imagen es algo tan habitual en nuestras vidas que pocos se paran a pensar lo que le ha costado a la humanidad tener idea visual del resto del mundo. Pero hubo tiempos en que de lo que a uno le rodeaba era lo único de que se tenía idea precisa. Todo lo demás, lo que le contaban que había en otros sitios, se lo imaginaba dentro de los parámetros de lo conocido.
Los europeos comenzaron a interesarse y a describir nuevos espacios desde el final de la Edad Media. Y a la vez que los registraban por escrito, aquellos libros manuscritos se decoraban con imágenes que hacían referencia al texto. Junto con las primeras imprenta se desarrolló la técnica del grabado, al principio xilográfico y posteriormente calcográfico, que ilustró las obras sobre aquellas exploraciones. Pero, igual que las miniaturas medievales, las láminas impresas generalmente no eran otra cosa que la reinterpretación de algún iluminador imaginativo sobre lo que contaba el autor del libro, muchas veces copias de copias. Sólo reyes y personajes poderosos pudieron tener una idea más o menos precisa de lo que había más allá de su inmediatez. A través de un arte a su servicio, se les mostraba como eran territorios lejanos que gobernaban y nunca llegaron a pisar, el aspecto de sus aliados y enemigos o simplemente el de sus futuras esposas.
Es a finales del XVII y especialmente en el XVIII cuando los intelectuales ilustrados pudieron empezar a recibir de forma sistemática imágenes de lo que había más allá. La preocupación científica, acompañada por el interés estratégico, promueven la investigación geográfica del planeta de una manera más sistemática de lo que fue común hasta entonces. Las expediciones que en esta época se emprenden comienzan a llevar dibujantes profesionales que toman testimonio visual de los nuevos descubrimientos, difundidos entre la intelectualidad gracias al gran desarrollo de la imprenta y del grabado.
A la idea de progreso, tan habitual en el siglo XIX, está muy vinculado el concepto de exploración. Se siente como se va agrandando por momentos el conocimiento del Mundo, igual que se progresa en las ciencias y la tecnología. Los avances geográficos serán de los más ampliamente comentados y celebrados por la naciente opinión pública, y algunas expediciones serán financiadas por la iniciativa privada e, incluso, suscripción popular.
Entre una cada vez más amplia clase media instruida, que día a día se sorprende de los avances de la exploración, se creará una demanda por ver la imagen fideligna de todo aquello que se les cuenta. Los cambios industriales de la época, que van haciendo que la imagen se ha abarate, permitieron la proliferación de libros y revistas de todo tipo, ilustradas con grabados. Toda una pléyade de corresponsales dibujantes acompaña al investigador o reportero, cuando no es él mismo el que levanta testimonio gráfico.
El invento de la fotografía supuso un importante cambio en el trabajo del ilustrador. Durante buena parte de la segunda mitad del siglo fue la manera de obtener instantáneas que luego se copiaban grabadas. La imagen se hace más precisa, pero irá provocando la desaparición del grabador como artista, quedando relegado a un papel de mero copista. A finales del siglo, con el fotograbado, que logró la impresión directa de fotografías, y la cromolitografía que permitió la aplicación del color industrialmente, se extingue el grabado decimonónico y se crean formas de expresión gráfica que se mantienen hasta nuestros días.
De mediados de ese ya antepasado siglo XIX, ofrecemos las ilustraciones que componen este artículo. Están extraídos de un libro francés, la cuarta edición del Précis de Géographie Universalle phisique, historique, polítique, ancienne el moderne, firmado por Maltebrun, que publicó en París Furne et Cie. Éditeurs. No es un atlas sino, como la traducción del título indica, un compendio de geografía, utilizable como texto universitario. Trata de reunir amplios conocimientos del mundo de la época y, como estamos en plena época de popularización de los libros ilustrados, el editor se ve en la necesidad de ofrecer a los lectores, junto con los mapas del mundo conocido, que aún tenía ciertas lagunas, una amplia colección de imágenes. Son grabados de pequeño formato (aproximadamente 12 por 16 cm) que, de alguna u otra manera habrían ido llegando al editor de diferentes lugares de la Tierra.
Aunque la edición del ejemplar que manejamos es de 1852, los mapas aparecen fechados diez años antes, fecha seguramente de las ediciones anteriores. Y hemos de calcular que un conjunto tan amplio de imágenes habrá tardado un cierto tiempo en formarse. El dibujo de los grabados habría que remontarlo, cuanto menos, a finales de los años 30 de ese siglo, si no antes.
Las primeras cámaras fotográficas, que acaban de abrir sus objetivos al retrato, aún tardarán unos años en poder salir sistemáticamente a tomar exteriores. Así, nuestros paisajes han sido plasmados por dibujantes, artistas inmersos en pleno estilo romántico, aún no constreñidos por el realismo fotográfico. Y románticas son las características que presenta todo este conjunto.
El gusto romántico busca la expresión del sentimiento a través de los elementos de la naturaleza, de manera que los paisajes y ambientaciones parecen a veces más importante en la representación que el propio espacio urbano. Por un lado nos muestran un sentimiento turbulento. Así tenemos los nublados y tormentas de Lisboa, Viena o Dresde, con nubes que se abren dejando pasar los rayos en Barcelona, llegando a formar fuertes contrastes de claroscuro en Jaffa, Damasco, Nueva York o Cantón. O las fuerzas del mar embravecido en Ámsterdam y Marsella y las humaredas amenazantes del Vesubio sobre Nápoles. Frente a ellos tenemos el efectismo lumínico de un atardecer de largas sombras en Burdeos, los plácidos reflejos del agua en los canales de Venecia, en el puerto de Londres o en Dresde, o paisajes como los de Rouen, Argel, Dublín, Estocolmo o Méjico, que muestran escenarios casi bucólicos.
Otro de los intereses estéticos del romanticismo es lo antiguo, especialmente lo medieval y lo gótico, que nos muestran bien en los edificios elegidos en las ilustraciones de Núremberg, Bruselas, Amberes o Milán. Lo popular es el último de los grandes temas románticos que veremos aquí. Son muchos los grabados en los que aparecen figuras ambientando el espacio representado, como los payeses de Barcelona, pero en algunos más parece que lo importante es la escena allí representada, para las que las representaciones urbanas sean meros fondos. Así vemos la pesca en Malta, la salida de misa en Palermo o la procesión de Sevilla.
Y dentro de lo popular, mereció especial interés lo exótico, especialmente el oriente musulmán, bien representado en el camellero en El Cairo, los carreteros de Jerusalén, y el mercado de Constantinopla.
Los mapas que acompañan esta obra están producidos según técnicas que no habían cambiado mucho desde el comienzo de la cartografía impresa. Se hacían con planchas calcográficas, pues este tipo de grabado permite un gran detallismo en los trazos. El color, recurso básico en la representación de los diversos ámbitos territoriales, al no existir métodos de impresión de colores, se aplicaba a mano, mapa a mapa, con acuarelas generalmente. Era este un trabajo artesanal que necesitaba ser muy minucioso y encarecía el producto cartográfico.
En nuestro ejemplar el color está poco elaborado. Los distintos territorios no se colorean en su totalidad, sino simplemente en los contornos. Además, en algunos lugares donde las líneas presentan más recovecos o los espacios son muy pequeños, el trazo de color se puede desviar, resultando a veces un poco impreciso el límite. Esto es clara consecuencia del proceso editorial del momento, en que las ediciones comienzan a ser amplias. Los operarios que hacían esta labor a mano, tendrían encomendado acabarla lo más deprisa posible, sin detenerse, como en las cortas y esmeradas ediciones cartográficas de tiempos anteriores, en los pequeños detalles.
Cuando este libro se hizo, todavía estaban en mantillas los acuerdos internacionales a los que se llegó durante ese siglo XIX y permitieron unificar en casi todo el mundo los sistemas de medición o localización geográfica. No ha, pues, de sorprendernos que los meridianos estén contabilizados desde el de París, 0 para los geógrafos franceses de entonces, o que las escalas, aunque ya aparece su correspondencia en miriámetros -unidades del Sistema Métrico Decimal hoy muy poco usadas- se den también en lieues (leguas) comunes, con las que se seguía midiendo la distancia en Francia.
Comienza la obra con un planisferio, al que sólo faltan los contornos de las islas árticas y de la Antártida. El siguiente mapa, ilustrando unos capítulos del texto sobre geografía histórica, es un mapa histórico de lo conocido por los antiguos. Parece que, casi con orgullo, quieran mostrar como se ha superado en conocimiento a aquellos clásicos que, durante toda la Edad Moderna, eran el espejo donde se miraban recurrentemente los intelectuales europeos.
Después de los primeros mapas, encontramos dos láminas de dibujos. Una es de los movimientos de la Tierra y sus posiciones respecto al Sol. La otra presenta una serie de diagramas comparativos, a base de pictogramas, de las dimensiones de ríos y montañas. Tienen una clara intención didáctica, y con ellos no situamos en los comienzo de una herramienta que hoy es imprescindible en los tratados y libros de geografía, los diagramas.
En los diversos mapas de Europa la vemos dividida entre los grandes estados del Congreso de Viena, pero de ellos los nacionalismos han comenzado a desgajar Grecia, Bélgica, Moldavia o Valaquia. La Francia de entonces todavía no posee Niza y Saboya, que ganará en la unificación italiana, pero si Alsacia y Lorena, que perderá en la unificación alemana. En Europa central existe la Confederación Germánica que engloba diversos estados alemanes independientes, entre ellos Prusia y parte el Imperio Austrohúngaro.
Por el Asia occidental se extiende el Imperio Otomano, que aún la ocupará ochenta años más, aunque no aparece aquí marcada su soberanía sobre partes de Arabia, imprecisa por otra parte, que defenderá en el XX frente a los británicos. En oriente el Imperio Chino tiene mayor extensión, al menos nominalmente, que la China actual. Pero pronto perderá territorios de su extremo nororiental a manos de Rusia, que también pugnará por la aquí indefinida Asia Central, llamada genéricamente Turquestán, con los ingleses. Estos están presentes en la India, pero todavía diversos estados del noroeste permanecen fuera de su dominio. Los territorios de la península de Indochina todavía son independientes, aunque ya se aprecia la presencia de bases de potencias coloniales, que acabarán repartiéndose casi todos estos reinos.
Es África la parte que vemos más diferente a lo que hoy conocemos. Sólo los estados árabes del norte son bien conocidos, especialmente en las costa. Pero sus límites con el territorio desértico no estaban bien definidos -aquí aparecen quizá más claros de lo que eran en realidad- y las relaciones de tributación o dependencia de unos con otros, especialmente con el Imperio Otomano, no están marcadas claramente porque de hecho se mantenían en estado de indefinición. El interior africano permanece mayoritariamente ignoto para los occidentales, que aún tardarán unas décadas en repartírselo. Tan sólo los franceses han comenzado su penetración por Argelia y Senegal, y el resto de la presencia europea se limita todavía a algunas bases en las costas. Del África Subsahariana sólo la Colonia de El Cabo aparece como una clara entidad política como la entendían los occidentales. Tales eran sus colonos bóer, que unas décadas más adelante protagonizarán un desplazamiento hacia el norte, cuando comience la presión colonial británica.
En la Norteamérica ártica Alaska es rusa, mientras permanecen indefinidas de las costas de las islas del británico Canadá. Los Estados Unidos han llegado, al menos nominalmente, a la costa del Pacífico, aunque la colonización de los amplios territorios del oeste será más lenta. Y ya han iniciado el expolio de territorios de Méjico con el desgajamiento del territorio de Tejas por parte de colonos angloamericanos que lo ocuparon; poco después le arrebatarían más de la mitad del territorio que tenía en el momento de la independencia. Pero en este mapa aún el territorio mejicano es muy amplio, aunque el Yucatán aparece separado momentáneamente. En el istmo, Guatemala aglutina una confederación de estados centroamericanos, que se separarán poco después, y Panamá pertenecerá aún años a Colombia. Y el Caribe continúa una situación colonial, que durará mucho tiempo, salvo el precoz Haití, del que aún no se ha independizado la República Dominicana.
El proyecto de la Gran Colombia y otros intentos globalizadores del momento de la independencia han fracasado en Suramérica. Las oligarquías locales ya han formado los diversos estados que conocemos en la actualidad, aunque sus límites son diferentes a las que hoy se aceptan -más o menos- a nivel internacional. Las fronteras de las independencias no siempre estaban bien definidas, y durante ese siglo y buena parte del siguiente las tensiones, conflictos y guerras fronterizos han sido una constante en las relaciones de unos u otros países. Sólo la Patagonia, en el Cono Sur, aparece aquí sin ocupar, aunque con el tiempo lo harán Argentina y Chile no sin los consabidos enfrentamientos por sus lindes.
Una división tradicional de las partes del mundo, que aquí esta en plena vigencia, incluía en Oceanía los archipiélagos del sudeste asiático. Por aquí ya pululaban las potencias coloniales (España, Portugal, Holanda y Gran Bretaña) con algunas bases y territorios entre islas con diversos estados o grupos independientes. Pero el mapa no lo refleja claramente por la escala y por la imprecisión de límites que todavía tenía esa presencia. Donde si está clara la ocupación colonial británica es en Australia y Nueva Zelanda, denominada también con el nombre de Tasmania, que se aplicará después a la que aquí llama Diemen. Los diversos archipiélagos de Micronesia, Melanesia y Polinesia ya aparecen localizados, pero permanecen independientes, y en algunos casos poco conocidos. Es curioso apreciar como el mayor interés del cartógrafo es marcar como en esta parte del mundo se encuentra los antípodas de Europa, para lo cual coloca en una difuminada línea discontinua el mapa invertido del Viejo Continente para poder apreciar claramente su posición opuesta. Obsérvese como la silueta invertida de la Península Ibérica está justamente debajo de Nueva Zelanda.
Aunque la calidad de esta obra es apreciable, no nos cabe duda de que existen mejores ejemplos de la imagen del siglo XIX, estupendas colecciones de grabados románticos y mapas que mayor precisión y detalle que los presentes. El problema es que este tipo de libros está en las secciones más restringidas de las bibliotecas de fondos antiguos, y el acceso a ellos no siempre es fácil. Al presente ejemplar tuvimos acceso por pertenecer a una colección privada, y la circunstancia de que estuviese desmontado para su reencuadernación facilitó la digitalización de las imágenes. Estas se pudieron fácilmente extender en el escáner evitando las zonas de sombras que, inevitablemente, se forman al abrir un libro cuando está montado. Al publicar estos grabados aquí creemos que aportamos una buena muestra de la imagen gráfica del siglo XIX y de mapas ya históricos. La idea de ofrecer imágenes antiguas en una revista digital, como es esta, permitirá el acceso de estudiosos o curiosos a un patrimonio de interés, a la vez que poco conocido, y la manipulación de unos fondos que, de otra manera, resultan difícilmente accesibles.