Apuntes musicales en torno a la figura de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez |
Pedro Bonet Grupo de Música Barroca "La Folía"
Francisco Correa de Arauxo (1576–1654) fue entre 1599 y 1636 organista titular de la iglesia de El Salvador de Sevilla, ciudad en la que nació y se formó Diego Rodriguez de Silva y Velázquez (1599–1660), cuyo abuelo paterno procedía de Oporto, en Portugal, mientras que su madre pertenecía la hidalguía sevillana, y que llegaría a ser uno de los pintores más universales de la historia del arte. A pesar de que pertenecen originalmente a la literatura organística, los tientos de Arauxo presentan un carácter concertante de partes musicales definidas que favorece su interpretación en conjunto de cámara, como es el caso del tiento con que se abre nuestro disco. El peso expresivo del tiento que le sigue es soportado por la línea de tiple, que va desgranando una serie de versos elaborados con gran riqueza ornamental. En nuestra versión van alternando en su ejecución los dos solistas de flauta presentes en el disco, con el fin de crear un diálogo que se intensifica hasta llegar al unísono del pasaje final. De gran virtuosismo compositivo e instrumental, la música de Correa nos muestra la evolución estilística propia de un tiempo de tránsito entre el manierismo y el barroco. La fantasía de su autor se apoya en un realismo expresivo como el que podemos observar en los cuadros de la etapa sevillana del pintor, cuando, a la manera “naturalista”, somete a personajes y objetos a una luz intensa que destaca volúmenes y formas. Es posible que Correa visitara alguna vez el taller de Francisco Pacheco, al cual Velázquez perteneció en calidad de aprendiz entre 1610 y 1617 tras pasar fugazmente por la escuela de Herrera el Viejo. Era el obrador de este culto pintor – con cuya hija Juana se casaría el aventajado discípulo en 1618 – lugar de reunión de lo más granado de la intelectualidad sevillana de aquél tiempo, a modo de las “academias” que fueron tan importantes para la evolución del arte. Desde luego es probable que Velázquez pudiera escuchar la música de Arauxo con ocasión de algún servicio religioso, o entrehoras al realizar una parada en El Salvador a lo largo de un paseo. Con una población que rondaba los 150.000 habitantes, Sevilla era en aquel momento la ciudad más grande y poblada de España, y sin duda la más cosmopolita y una de las más importantes de toda Europa, pues detentaba el monopolio del comercio con América, lo que atraía a mercaderes flamencos, genoveses, y de todas las naciones, que establecían allí sus despachos. De la obra sevillana de Velázquez cabe destacar, además de parte de la escasa pintura de temática religiosa que pintaría a lo largo de su vida, cuadros como El aguador de Sevilla y la Mujer friendo huevos, los Dos jóvenes comiendo y Los tres músicos. |
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En 1621 muere Felipe III y le sucede Felipe IV, quien nombra como valido a Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares. En 1622, haciendo valer sus contactos dentro de los nuevos círculos de influencia de la corte – pues Olivares formaba parte de la familia de los Guzmanes, de máxima importancia dentro de la nobleza sevillana –, Pacheco propicia que su yerno y discípulo realice un primer viaje a la corte madrileña. Allí Velázquez visita por primera vez las colecciones reales de pintura y también retrata al poeta don Luis de Góngora. Al año siguiente viaja de nuevo a Madrid por mediación del capellán real, don Juan de Fonseca, que había sido antes canónigo en Sevilla. Tras retratar a Fonseca en una tela que es admirada por toda la corte, el rey le encarga pintar su retrato, el cual, una vez realizado, despierta grandes alabanzas, y pronto es nombrado pintor real, plaza que ocupará el resto de su vida. |
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En
1623 viaja también a Madrid el príncipe Carlos de Gales, futuro Carlos I de
Inglaterra, con el propósito de resolver los problemas surgidos para esposarse
con su prometida doña María de Austria, hermana del rey Felipe IV. En su
séquito viaja un músico de viola, Henry Butler ( ¿– c.1652). Lo cierto
es que debido a las dificultades para conciliar dos religiones diferentes,
principal inconveniente para la celebración de la boda, las gestiones no llegan
a buen fin – María de Austria, a quien más tarde Velázquez retratará en
Nápoles, será finalmente esposa del futuro emperador de Austria – y tras una
estancia bastante larga durante la que es alojado en la Casa de las Siete
Chimeneas, actual sede del Ministerio de Cultura, el heredero de la corona
británica decide volver a su país. Muestra interés por llevarse consigo a
Velázquez, que le había retratado, propósito que tampoco se logra. En cambio
Butler se queda afincado durante muchos años en la corte española,
permaneciendo en nuestro país hasta 1652 con el nombre españolizado de Enrique
Botelero, y es empleado como músico de “bihuela de arco”, instrumento del que
le da clases al rey. Resulta curioso un documento de palacio de 1637 que cita
Subirá, según el cual se le otorga a Butler un traje de 200 ducados, mientras
que el de los músicos españoles es de 90 y por economía se aconseja bajarlo a
80, cifra esta última que también corresponde en el mismo documento al valor
del traje de Velázquez. Ciertamente le faltaba a nuestro genial pintor recorrer
aún bastante camino para llegar al cargo de aposentador real que ocuparía hacia
el final de su vida, cuando también fue nombrado caballero de la Orden de
Santiago. La Sonata a 2 de Botelero, conservada en varias fuentes
manuscritas, fue concebida originalmente para violín, viola – es decir la viola
da gamba, que en nuestro país recibía en nombre de “vihuela de arco” – y
bajo continuo. No obstante funciona notablemente bien la versión con flauta de
pico y bajón, dos de los instrumentos de viento habituales de la práctica
musical del XVII, en la que nos hemos limitado a efectuar un transporte a re menor
desde la tonalidad original de sol con el fin de adaptar las tesituras.
A
comienzos del siglo XVII Italia es sin duda el país que marca las pautas de una
evolución musical en la que cabe destacar las actividades de la camerata
florentina del conde Bardi, donde se van a discutir y sentar las bases para el
establecimiento de la nueva estética musical barroca al tiempo que se da lugar
al nacimiento de la ópera, así como el gran florecimiento de la vida musical en
ciudades como Roma, Nápoles y Venecia – contando esta última con una actividad
editorial de intensidad desconocida hasta entonces – y también el nacimiento y
desarrollo de una novedosa música instrumental que constituye un poderoso
vehículo de expresión de las nuevas tendencias artísticas. A este país, que
asume igualmente una importancia de primerísimo orden en la historia de la
pintura, ha de viajar Velázquez al menos en dos ocasiones a lo largo de su
vida, entre 1629 y 1631, y entre 1649 y 1651, solicitando en 1657 un nuevo
permiso que le es denegado. Son dos periodos fundamentales dentro de su
trayectoria vital y artística, aunque ciertamente no tuvo que esperar a su
primer viaje a la otra hesperia para establecer contacto con el arte de la
península itálica, cuyo estudio pudo iniciar ya en su Sevilla natal al avistar
algunas obras de maestros italianos, y completó durante su primera estancia en la corte madrileña al visitar
las colecciones de pintura de Madrid y El Escorial, y más tarde, siendo ya
pintor del rey, estudiando con detenimiento estas colecciones reales, que
contenían también importantes fondos de pintura flamenca. Su primer viaje a
Italia, que podemos considerar principalmente como viaje de estudios, lo
realiza con el séquito del genovés Ambrosio Spinola, marqués de los Balbases, quien
cuatro años antes había dirigido el sitio que culminó con la rendición de
Breda. Velázquez inmortalizará más tarde su figura en el famoso cuadro que
celebra esta hazaña bélica. Visita las ciudades de Génova, Milán y Venecia,
esta última principal objetivo de la primera parte de su viaje. Tras
profundizar en el conocimiento de los grandes maestros venecianos, que
representan para él un ideal estético por su armonía compositiva y tratamiento
de la luz y del color, se dirige a Roma. Allí estudia la colección del
Vaticano, copia obras de Rafael y Miguel Angel, reside un tiempo en la Villa
Medicis, propiedad del embajador de Francia el duque de Toscana, y pinta varios
cuadros. A finales de 1630 viaja también a Nápoles para retratar a doña María
de Austria, que iba al encuentro de su primo y marido, rey de Hungría y futuro
Fernando III emperador de Austria, con quien finalmente se había casado por
poderes el año anterior. Su segunda estancia en Italia tendrá lugar en la
madurez, veinte años más tarde, con el encargo de adquirir obras de arte para
la colección real y de contratar pintores al fresco para decorar el alcázar
madrileño. Recorre casi las mismas ciudades que en su primer viaje, además de
Florencia, y vuelve a visitar Nápoles, permaneciendo en Roma todo el año 1650,
cuando pinta el retrato del papa Inocencio X, una de sus obras más impactantes.
Seguramente
no tuvo ocasión Velázquez de encontrarse con Girolamo Frescobaldi
(1583–1643), quien abandonó Roma por la
corte de Florencia precisamente entre 1628 y 1634, año este último en el que
volvió a ocupar la plaza de organista de San Pedro de Roma – el puesto musical
más importante de la cristiandad – a la que había accedido en 1608 y a la que
se reintegraría después hasta su muerte. A pesar de ello, nos ha parecido
importante incluir dos de sus obras en nuestro programa, pues fue Frescobaldi
figura central en el desarrollo de la música de su tiempo. Son representativas
de su producción romana, realizada en el entorno del Vaticano, lugar en el que
Velázquez disfrutó, como pintor del rey de España y de cara a la realización de
sus estudios, de un permiso especial para entrar y salir cuando le placiera.
Mientras que las Toccate representan su aportación revolucionaria a la
música instrumental – y tuvieron gran eco por la fama de que disfrutó su autor
en toda Europa, así como por la importancia de sus discípulos, entre los que se
contaría Froberger – las Canzone para instrumentos de 1628 son
consideradas más conservadoras en cuanto a estilo, pudiendo establecerse un
paralelo entre estas piezas y los cuadros La fragua de Vulcano y La
túnica de José, que Velázquez pintó en Roma dos años más tarde, al parecer
en la residencia del Conde de Monterrey, embajador español en Roma. Algunos
estudiosos consideran estas pinturas como las más académicas de la producción
velazqueña, seguramente influidas por el mundo artístico romano que respira en
aquél momento un clasicismo en el que se amalgama la búsqueda de la belleza al
estilo de la antigüedad, como en la escuela de Guido Reni, con una influencia
véneta de la que nuestro pintor acaba de impregnarse.
Cuenta
Venecia en la primera mitad del siglo XVII con una sólida tradición de música
instrumental, cimentada desde el siglo anterior en torno a la actividad de la
basílica de San Marcos y de sus maestros de capilla e instrumentistas, y es en
esta época el centro más importante de Europa en cuanto a la edición de obras
instrumentales. Las dos piezas de Dario Castello (¿-?) que hemos
seleccionado para nuestro programa son representativas de este arte que
discurrió paralelo a la luminosa producción pictórica que tanto apreció nuestro
pintor. En torno a 1600 estuvo activa en la ciudad una primera generación de
compositores-organistas que trataron la música instrumental de cámara dentro de
una transición entre el estilo del siglo anterior – dominado por la figura
relevante de Giovanni Gabrieli al igual que en la pintura, y especialmente para
la influencia velazqueña, fueron fundamentales Tiziano y Tintoretto – y el estilo de la generación posterior a la
que pertenece Castello, en la que es frecuente la figura del
compositor-instrumentista de cuerda o de viento. Respecto a la relación entre
música instrumental y pintura, y su tradición en Venecia, resulta cuando menos
curioso mencionar el cuadro Las bodas de Caná pintado por el Veronés en
la segunda mitad del siglo XVI, en el que aparecen retratados como cuarteto
musical los pintores más importantes de la ciudad de la laguna: Ticiano al
contrabajo, Tintoretto a la viola, Bassano a la flauta y Veronés al
violoncello. A pesar de que hoy en día tengamos pocos datos biográficos sobre
Dario Castello, “director de instrumentos de viento en Venecia”, podemos
suponer que su música gozó de gran popularidad dentro y fuera de las fronteras
de la república teniendo en cuenta las numerosas reediciones que se hicieron de
sus libros primo y secondo entre 1629 y 1658, año este último en
que aparece una edición en Amberes. Su obra ha sido a menudo catalogada dentro
del manierismo musical, quizá porque representa una “torsión” respecto a los
ideales perfiles del Renacimiento, a la manera de la figura serpentinata
que se empieza a utilizar en el arte italiano a partir de Miguel Angel con el
propósito de hacer terribilitá; y también porque comparte con el periodo
anterior una técnica musical en la que aún no ha cristalizado la fuerte
estructura tonal sobre la que se asentará la música del Alto Barroco, a la vez
que se hace patente un espíritu de búsqueda para encontrar formas adecuadas que
puedan sustentar el discurso musical de los nuevos tiempos. No obstante,
pensamos que su obra instrumental – in stil moderno como puntualiza el
título – podría perfectamente considerarse barroca. Los presupuestos estéticos
que la animan toman como finalidad principal la “expresión los afectos” propia
de este periodo, la cual es llevada a cabo por Castello con un realismo
exacerbado que busca rotundamente dar paso a la expresividad como lo hace en
Italia la pintura naturalista de Caravaggio.
Bartolomé
Selma y Salaverde (c.1580/90?-d.1638) perteneció a una familia cuyos
miembros, tras desempeñar en la catedral de Cuenca funciones relacionadas con
la música, se afincaron en Madrid y trabajaron en la Capilla Real donde
tuvieron a su cargo de manutención de instrumentos y ocuparon puestos de
ministriles. Bartolomé – a quien podríamos llamar “el jóven” considerando que
se tienen noticias de otro miembro de la familia de igual nombre,
presumiblemente su padre, documentado en la capital a principios del XVII –
debió formarse en Madrid, perteneció a la orden de los agustinos y viajó al
extranjero, donde fue empleado como fagotista de la corte del archiduque
Leopoldo de Austria en Innsbruck y posiblemente de otras cortes centroeuropeas.
Sus Canzoni, fantasie et correnti... se publicaron en Venecia en 1638 y
constituyen una de las pocas obras de compositores españoles que se han
conservado dentro del repertorio de música instrumental de cámara de este
periodo. Aunque se inscriben dentro de la corriente estilística imperante en la
producción musical italiana – el término canzona o canzon da sonare
tiene en esta época un significado muy similar al de sonata – resulta
interesante rastrear en los perfiles de esta música algunos rasgos que denotan
la procedencia de su autor, quien pudo coincidir durante su etapa de formación
en el ambiente palatino de Madrid con nuestro pintor. Entre sus fantasías para
bajo solo se encuentran las primeras obras de la historia de la música
dedicadas específicamente al fagot, instrumento que en España era entonces denominado
“bajón”. En cuanto a la música de danza de Selma que se incluye, podemos decir
que es ilustrativa de la estilización que adquiere este repertorio en el
segundo tercio del siglo XVII. Sin duda el baile tiene en la época de Velázquez
una función social y artística muy importante, aunque en el paralelismo musical
que hemos querido trazar con la biografía del pintor y con la esencia pictórica
de una obra que Luca Giordano calificaría como “teología de la pintura”, no
hayamos querido insistir en esta faceta de la música instrumental. Por otra
parte es de notar que en Venecia la música de danza no fue bien vista durante
varias décadas a partir de la peste de 1630, extremo que se vió incluso
reflejado en las ordenanzas de la ciudad.
La
relación de Velázquez con los Países Bajos tuvo su orígen en un conocimiento
temprano de la pintura flamenca que pudo apercibir en su Sevilla natal, cuya
influencia se nota en los cuadros ya citados de su primera etapa, o en La
mulata y en Cristo en casa de Marta, donde utiliza bodegones, arte
en el que destacaban los flamencos. Por otra parte, un momento fundamental de
la biografía velazqueña es la visita que Pedro Pablo Rubens hace a Madrid en
1628, enviado en misión diplomática por doña Isabel Clara Eugenia, tía de Felipe
IV y gobernadora de Flandes. Una vez realizada la gestión, Rubens, que había
visitado anteriormente España cuando Felipe III tenía su corte en Valladolid,
recaló en la capital durante ocho meses. Velázquez, que entonces ocupaba el
puesto de ujier de cámara del rey, actuó con él como “cicerone” y le acompañó
en su visita al Escorial. Tuvo ocasión de verlo trabajar, pues fueron varios
los cuadros que el flamenco pintó en palacio. Ambos departieron ampliamente, no
solo sobre pintura sino también sobre la condición del artista, y Velázquez
pudo observar que Rubens se encontraba en aquél momento en la cumbre de la fama
y era recibido en las cortes con un grado similar al de embajador. Ello no será
ajeno seguramente a la visión que tendrá nuestro hombre de su condición, pues
irá subiendo en la escala de los cargos palatinos paralelamente a la
prosecución de su obra hasta llegar al importante cargo de aposentador de
palacio y a ser ennoblecido al final de su vida. Sus lazos con la nobleza se
reforzarán varias generaciones más tarde a través de la familia de su hija,
casada con el pintor Martinez del Mazo, uniéndose su biznieta en matrimonio a
un conde austriaco que más tarde entroncará con la casa de los príncipes
Hohenlohe-Lagembourgh. En la actualidad se considera que están emparentadas con
Velázquez las casas reales de Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Liechtenstein.
Tampoco será ajena la visita del gran pintor flamenco a la licencia que
Velázquez pide al año siguiente para viajar por primera vez a Italia, habiendole
relatado su colega la importancia que había tenido para su propia formación una
prolongada estancia en este país a comienzos de siglo. Se ha querido ver la
influencia de Rubens en el cuadro El triunfo de Baco, también conocido
como Los borrachos, que pintó Velázquez en esta época, en particular en
cuanto a la elección del tema mitológico, aunque hay que decir que está
resuelto de forma personalísima. Hemos mencionado ya que nuestro pintor
coincidió en su primer viaje a Italia con Antonio de Spinola, figura central
del cuadro La rendición de Breda, conocido también como Las lanzas,
tela que representa una escena en la que el noble genovés, con la campiña
humeante de la guerra holandesa al fondo, recibe con sumisión las llaves de la
ciudad de la mano de su gobernador. Este lienzo de grandes dimensiones, obra
maestra que Velázquez pintó en la década de los años treinta para decorar el
Salón de Reinos del recién construido Palacio del Buen Retiro, recuerda la
hazaña bélica del sitio y rendición de Breda – argumento también de una pieza
teatral de Calderón de la Barca – que tiene lugar en 1625 dentro del contexto
de las guerras holandesas de independencia, las cuales concluyen en 1648 con el
Tratado de la Haya que reconoce la independencia de las Siete Provincias Unidas
del norte de los Países Bajos.
En
1648 se firma también el Tratado de Westfalia, que da fin a la Guerra de los
Treinta Años que había puesto en conflicto a las principales potencias europeas
y en la que España también participó, siendo notable la figura del
Cardenal-Infante Fernando de Austria. Hermano de Felipe IV, nacido en 1609,
había recibido la púrpura cardenalicia a los diez años y fue nombrado
lugarteniente de Cataluña en 1632 y gobernador de Milán en 1633, siendo
requerido un año más tarde por el emperador Fernando II de Austria para luchar
a la cabeza de un ejército de 18.000 hombres contra los suecos y sus aliados en
la batalla de Nördlingen donde obtuvo un gran éxito militar, siendo entonces
nombrado gobernador de Flandes, cargo que ocupó hasta fallecer en Bruselas en
1641. Velázquez le hizo un retrato vestido de caza, donde aparece de pie con el
paisaje de la Casa de Campo de Madrid al fondo, la escopeta en las manos y un
perro podenco sentado a su lado. Este excelente cuadro fue pintado para la
colección de retratos de cazadores regios destinada a la decoración del Salón
de las Cacerías de la Torre de la Parada, sita en los montes del Pardo. En
relación con las contiendas que marcaron el reinado de Felipe IV, nos ha
parecido interesante incluir la “batalla” de un compositor neerlandés de este
periodo. La “batalla” es una pieza musical de género descriptivo cultivada de
forma notable en el repertorio de los siglos XVI y XVII – a este último lo van
a llamar el “siglo de hierro” por la profusión de conflictos bélicos –,
especialmente a partir de que Jannequin escribiera su pieza La Guerre
para conmemorar la victoria de Marignan en 1515. La pieza Batali
pertenece al libro Der Fluyten Lust-hof – “El edén de la flauta” – colección de más de 150 piezas con
variaciones para flauta sola escrita por Jacob van Eyck (c.1590–1657),
compositor, carillonista y flautista extremadamente activo en la ciudad de
Utrecht durante la primera mitad del XVII. Responde al típico patrón de la
batalla instrumental que nos traslada a un ambiente bélico y nos relata, de
forma a menudo onomatopéyica, el desarrollo de una contienda. En ella se
distinguen sonidos de trompetas y tambores, marchas militares, llamadas a las
armas, gritos y canciones de soldados, himnos, intercambios de fuego... En el
centro de la pieza aparece la melodía Wilhelmus van Nassau, actual himno
nacional de Holanda que conmemora la figura del principe Guillermo de
Orange-Nassau, iniciador de la dinastía holandesa que asumió un papel destacado
en las guerras de independencia del norte de los Países Bajos y murió asesinado
en 1584. Siguiendo otros modelos de la época nuestra batalla podría haber
terminado en victoria o en retirada, pero sin embargo se cierra con el ardor de
los conflictos bélicos inconclusos, pues, si bien deja entrever una esperanza
lo cierto es que cuando el editor Paul Matthys la publica en Amsterdam con una
dedicatoria al político y gran aficionado musical Constantijn Huygens, faltan
aún dos años para el establecimiento definitivo de la independencia
holandesa.
La
obra de Johann Jacob Froberger (1616–1667) representa un paso
fundamental en la evolución del estilo barroco. Froberger fue uno de los
músicos más viajeros de su tiempo. Nacido en Stuttgart (Alemania), escribió la
parte más importante de su obra en Viena y estuvo al servicio de la corte
austriaca de forma intermitentemente a lo largo de buena parte de su vida.
Empleado de ésta probablemente desde 1634, en 1640–41 fue pensionado para
realizar estudios con Frescobaldi en Roma, volviendo a esta ciudad en 1649, año
en que comienza una serie de viajes importantes. En 1647 entra en Bruselas al
servicio del archiduque Leopoldo Guillermo, hermano del emperador austriaco y
gobernador de Flandes para España desde 1647, y allí fragua amistad con
Constantijn Huygens, secretario del Principe de Orange, que se encarga
especialmente de difundir su música en los Países Bajos. En 1652 viaja a Paris,
donde da un concierto muy celebrado y tiene ocasión de encontrarse con los
músicos más relevantes de la corte, como Chambonniéres, Louis Couperin, Gallot,
Gaultier... Poco después visita también Alemania, Francia de nuevo e
Inglaterra, y es atacado por piratas en su travesía entre Calais y Dover. En
este mismo orden de cosas hay que señalar que la lamentación con que se abre
nuestra Suite fue escrita para consolarse de haber sido robado por unos
soldados, a pesar de llevar su pasaporte en regla y firmado por las autoridades
imperiales, – “...est encore mieux que les soldats mónt traicté” anota
en la partitura –, al cruzar Lorrena de camino a Bruselas para ponerse al
servicio del archiduque Leopoldo. Mientras que en sus toccatas, ricercares,
canzonas y fantasías su música queda más próxima a la de su maestro italiano
cuyo estilo contribuye a difundir ampliamente, se muestra mucho más innovador
en sus dos libros de suites, manuscritos dedicados al emperador Fernando III,
esposo de doña María de Austria. Las suites del segundo libro, publicado
póstumamente en Amsterdam en 1698, presentan las cuatro danzas básicas de toda suite – aunque Froberger
coloca la giga en segundo lugar y no al final como será habitual a partir de
finales de siglo –, danzas que pueden considerarse como resultado de la
aportación de las principales naciones europeas: Alemania para la alemanda, que
en nuestra suite es sustituída por la ya citada lamentación, Inglaterra para la
giga, Francia o Italia según sea la corrente de un tipo u otro, y España para
la zarabanda. En cuanto a su relación con la obra velazqueña, independientemente
a la ligazón del autor y de su obra con el mundo de los Austrias, pensamos que
la música de Froberger seleccionada puede representar muy bien la última etapa
pictórica de nuestro genial artista. Al igual que Velázquez en sus cuadros La
venus del espejo y Las hilanderas va a difuminar las pinceladas y
los colores transfigurando su arte en un auténtico juego del aire y de la luz,
y juega sutilmente al equívoco en la Venus y en Las Meninas con la presencia de un espejo cuyo reflejo está
trastocado, y así como en Las hilanderas – apúntese como nota musical la presencia de una viola de
gamba – nos cuenta en realidad la
fábula de Palas y Aracne bajo la apariencia de una simple fábrica de tapices,
la suite de Froberger nos anuncia la llegada del lenguaje más refinado y
complejo del Alto Barroco, el cual dispone para la expresión musical de una
paleta mucho más rica y fluida gracias a un sistema tonal mucho más afianzado y
a la permanente influencia rítmica de unas danzas estilizadas que propician
unas frases musicales mucho más redondas y moduladas. Rememorando el episodio
que glosaremos a continuación hubiéramos podido incluir también en nuestro
programa alguna pieza de la corte francesa, quizás de Chambonnières, fundador
de la escuela francesa de teclado. No obstante, nos limitaremos a señalar que
la influencia francesa está presente en la obra de Froberger, músico viajero
que supo conciliar las corrientes estilísticas más importantes de su momento
dando un paso importante en la internacionalización del estilo barroco.
El encuentro de la
Isla de los Faisanes tiene lugar el 7 de junio de 1660 y marca el final de la
biografía velazqueña. En esta isla del río Bidasoa a la altura de Fuenterrabía,
en el límite entre Francia y España, se celebra la ceremonia en la que Felipe
IV hace entrega a Luis XIV de su hija la infanta María Teresa como esposa –
circunstancia histórica que tendría importantes consecuencias para España,
permitiendo que unas décadas más tarde la Casa de Borbón sucediera en nuestro
país a la dinastía de los Austrias –, sellándose al mismo tiempo la Paz de los
Pirineos con la que terminan las recientes guerras con el país vecino.
Velázquez es por su cargo de aposentador real el encargado de disponer la parte
española de los pabellones donde se celebra el encuentro, y también debe
organizar el alojamiento del rey de España y de su séquito en las múltiples
etapas del cortejo en su viaje de ida y de vuelta al linde fronterizo del País
Vasco. Ello le supone dos meses de viaje y de trabajo agotador con antelación a
la entrevista, y después un viaje de vuelta de tres semanas en el que aún debe
encargarse de que se replieguen adecuadamente los medios desplegados para el
evento. Si bien su destacada participación en esta histórica ocasión puede
representar la culminación de sus aspiraciones en la corte española, lo cierto
es que el ajetreo ha sido excesivo para un hombre que ya ha cumplido sesenta y un años, edad de cierta consideración
para la época. Vuelve muy cansado, al cabo de un mes contrae unas fiebres y
fallece unos días más tarde. Su esposa, la hija de Pacheco que le había
acompañado silenciosamente toda su vida, le sucede en el lecho de muerte una
semana después. Sin embargo, para finalizar nuestro recorrido musical velazqueño hemos preferido retrotraernos a la alegre música de la corte virreinal española de Nápoles, donde Andrea Falconiero (c.1585–1656) dedica a don Juan José de Austria su obra Canzone, fantasie... en 1650, el mismo año en que Velázquez visita de nuevo la ciudad estando en la plenitud de su madurez y con la década más definitiva de su aportación al arte universal aún por delante. Don Juan José de Austria era hijo bastardo de Felipe IV y de la actriz María Calderón “la Calderona”. Habiéndose preocupado el rey de su educación y crianza, prendado de sus buenas dotes e inteligencia se atrevió a reconocerlo públicamente, y en 1642 le concedió el título de gran prior de la Orden de San Juan, y en 1647 el de Príncipe de la Mar, suprema autoridad de la armada española. Ese mismo año fue enviado a Nápoles para reprimir la revuelta capitaneada por el caudillo popular Tomás Aniello, conocido como “Masaniello”, en la que fue saqueado el palacio virreinal. En Nápoles, donde logró someter a los rebeldes, éxito tras el que fue nombrado virrey de Sicilia, don Juan José de Austria seduce a la hija del valenciano José Ribera, pintor de primer orden que pasó la mayor parte de su vida en la ciudad de Parténope. De esta unión nace una niña, que es llevada a Madrid para ser internada en el convento de las Descalzas Reales, en cuya clausura su padre le hace construir especialmente una capilla decorada con esmero. Ribera, a quien Velázquez visitó las dos veces que estuvo Nápoles comprándole pintura para la colección real, no solo se quedó sin hija, pues ella tuvo que ingresar en un convento, sino que perdió también a su principal modelo cuya figura de gran belleza conocemos bien a través de la pintura de su padre, maestro del claroscuro al que en Italia llamaron lo “Spagnoletto”.
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Falconiero, compositor y laudista napolitano, se mantuvo muy activo a lo largo de su vida y viajó mucho para sus ocupaciones profesionales. Laudista en Parma (1604), músico en la corte de Florencia (1615), instrumentista de chitarrone y chitarriglia alla spagnola en Módena (1620), a partir de 1621 viaja por España y Francia, estando en Madrid al servicio de Felipe IV cuando llega nuestro pintor a la capital de España. Allí conoce a Botelero a quien dedica una sus canzonas. De nuevo instrumentista en Parma (1629), y profesor de música en Génova entre 1632 y 1637, en 1639 vuelve a su ciudad natal donde se establece primero como laudista de la capilla real de la corte y a partir de 1647 sucede a Trabaci como maestro de esta capilla, puesto que ocupará hasta su muerte en la peste de 1656. Escribió diversa obra – villanelas, madrigales y motetes, música para la guitarra española – y la obra que contiene las piezas de españolísimos títulos que hemos incluido en nuestro registro, cuya escritura desenfadada es representativa del ambiente de esta corte virreinal. En ellas utiliza a menudo el género descriptivo, como es el caso de esta “batalla” cuyo carácter virtual sitúa alegóricamente en la corte de Satanás, las técnicas imitativas típicas de la música instrumental de cámara de la primera mitad del XVII, como lo hace en la canzona dedicada al Serenissimo Don Juan, y en las “Folías” dedicadas a “Doña Tarolilla de Carallenos” aplica la forma con variaciones que constituye una de las aportaciones ibéricas más importantes a la música del Barroco. |
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